Por Estefanía Baldeón.
Estefanía Baldeón, nuestra colaboradora invitada de hoy, es chef, emprendedora y consultora para Canopy Bridge. Su miel “El Zángano Dulzón” proviene de Puyo, Pastaza y es uno de nuestros productos registrados. Para más información, búscalos aquí.
“La miel es la epopeya del amor, la materialidad de lo infinito”, declamaba yo frente a una veintena de gastrónomos europeos y americanos. Era el poema de García Lorca “El canto de la miel” y yo lo compartía en español consciente de que pocos entenderían los detalles. La mayoría, sin embargo, parecía entender lo esencial, desde su propia existencia. “Dulcísima. Dulce. Este es tu adjetivo.” Era una clase de apicultura dictada por Andrea Paternoster, un reconocido apicultor italiano. Quienes aprendíamos de él estábamos con la emoción a flor de piel y las pupilas dilatadas de toda la rica carga energética que acabamos de degustar. Ese día aprendimos mucho sobre las abejas; más de una reflexión entró en nuestras cabezas inmersas en comida. Hasta entonces veíamos a la miel solamente como algo dulce.
“Hablar de miel es hablar de territorio”, dijo Paternoster al inicio de la clase. Tenía tanta razón: las colmenas son más que solo cuadros de cera y miel; esconden sabores, colores, aromas, texturas, carácter, todo cuanto un bosque puede expresar en su floración. Aprenderlo me llevó a ponerle más atención a lo que ésta significaba en mi familia –y en los territorios que cultivamos. Como polinizadoras, las abejas son tan importantes para el ecosistema como para los humanos dentro de ese sistema. Su presencia no solo beneficia la propagación del bosque como tal, sino que nos presenta con oportunidades de comercio que dependen del cuidado de ese entorno. Por eso, las abejas son una fuente de alimento e ingreso compatible con la biodiversidad.
Crecí con el sabor de la miel sobre la leche congelada. Era el helado que mamá preparaba para mis hermanos y para mí en días de sol. Nos la servía así debido a mis múltiples alergias a los colorantes. También nos contaban historias de cómo mi abuelita Alicia Valencia–a quien no conocí– cuidaba las colmenas para dejarnos el aroma de la cosecha más fresca en los pasteles de cumpleaños. Mi mamá hacía el merengue con un hilo constante de miel. En mi casa, las mujeres se tomaron un sector dominado por hombres.
La miel en la casa era ese ingrediente que nunca faltaba, que aparecía mágicamente; ahora para mí es sabor a infancia. Pero es un sabor que siempre cambia. La miel nunca sabe igual: todo depende de la cosecha, de la temporada y de la floración. Es, de alguna manera, parecida al vino por eso. Sin embargo, en el Ecuador lastimosamente no hay una cultura de la miel como la que existe en otras partes, a pesar de tener las condiciones para ello. Yo, por ejemplo, tuve que salir a Italia para reconocer el tesoro gastronómico y ecológico que tenía en casa.
A las cosechas iban mis tíos y mi papá; a veces todos, a veces algunos, pero se trataba de una actividad de grandes; grandes por la edad y también por su tenacidad y valentía. No le tenían miedo a las picaduras, a pesar de que en la familia hay un par a quienes se les apagaría la existencia con tan sólo imaginar el dolor de un simple aguijón. Los pequeños, en cambio, disfrutábamos de la miel y los panales más lejos de la cosecha; en un lugar un poco más “seguro”. Pero estábamos presentes. Era siempre una oportunidad para pasar juntos. Los vecinos iban a sacar la miel, ayudaban y se llevaban miel para la casa. Nos reuníamos para tener todos miel para el año. La apicultura nos organizaba como familia y como comunidad.
Todas esas vivencias han forjado en la familia no sólo esa intención de mantenerse unida sino también de mirar a futuro a la actividad apícola como algo íntimo y que merece todos los sentidos. Poco a poco, ésta fue tomando forma, moviéndose más regularmente. A medida que mi tío, quien al principio dudaba en comercializar con su miel, se entusiasmaba con el proyecto, yo buscaba formas de vender. No era tan fácil: la gente no está acostumbrada a ver a la miel empanizada (cristalizada, más dura). La prefieren líquida, a pesar de que al estar empanizada incluye un montón de minerales, probióticos y todo lo que ponen las abejas al hacer la cera. Eso es bueno y nutritivo, pero si no se conoce o entiende el proceso, no se aprecia esa riqueza de la miel.
A pesar de tener muchas colmenas en casa, uno de mis primeros acompañamientos a una colmena fue irónicamente en Italia. La experiencia fue simplemente mágica. El apicultor al que seguía le encantaba hablar sobre todo de la comunicación y de las señales que las abejas te dan cuando necesitan de cuidados; preparábamos las colmenas para la llegada del invierno. También le gustaba hablar de su sistema reproductivo y contaba la historia de cuando presenció el afamado vuelo nupcial, hermoso, simétrico y trágico: los zánganos sacrifican su vida tras el evento.
La experiencia me preparó para colaborar en la cosecha de las colmenas de mi tío y padrino. El día debe ser soleado; se necesitan muchas manos y un buen equipo, dejar el miedo a un lado y empezar; primero cargando un sinfín de materiales, luego encendiendo un fuego que haga mucho humo, preparando los ahumadores, preparando la centrífuga, los cuadros, preparando los sentidos. Frente a la colmena con la tapa afuera, el corazón me latía a más de mil por hora y más de mil parecían las abejas que tenía alrededor. Aunque recordaré siempre las clases de Paternoster y los versos de García Lorca “equivales a todas las bellezas, al color, a la luz, a los sonidos”, al momento, en la práctica, lo olvidas todo para ser entre las abejas.
“Dulcísima. Dulce. Este es tu adjetivo”, decía Lorca. Yo la como todos los días con pan. Una cucharada directo a la boca. Nunca con el café: matas a la miel con el calor. Yo la quiero viva y dulce. Yo, una mujer dedicada a una práctica liderada por hombres, siguiendo el ejemplo de mi abuela y de mi madre, que empezaron con todo.
Sigo pensando que los apicultores deberían ser las personas más dulces de este planeta; quizá suene un poco exagerado y romántico pero asumo las consecuencias de lo expuesto. Porque el sistema de las abejas es, sin duda, una dulzura: un sistema que reconoce la fragilidad del clima y la pureza del ambiente y que le da vida a los bosques a través de su trabajo polinizador.
Tus palabras suenan muy dulces…..y sin duda …muchos seguirán y seguiremos comiendo miel…y no azucar
Adorablemente bello y dulce el artículo que escribes mi querida Estefita. Lleno de ciencia y sabiduría.